Técnica de aprovechamiento,
alimento capaz de alzar a los altares gastronómicos al mejor familiar, tapa
imprescindible en cualquier bar, aperitivo, cena socorrida ante la falta de
tiempo. Todo esto y muchas cosas más se le pueden atribuir a las croquetas. De hacer croquetas a mil formas tantas como
madres, suegras, abuelas y cualquier cocinero/a hay sobre el planeta tierra.
Básicamente se componen de una
bechamel espesa a la que se le añaden ingredientes al gusto, jamón, espinaca,
pollo, huevo, carne, pescado, en trozos pequeños, y que tras dejar enfriar la
masa se le da forma redonda o de cilindro (esto ya cada uno) se pasan por
harina, huevo, pan rallado y se da un chapuzón en aceite bien caliente.
De las croquetas no hay que
olvidar el papel fundamental que tantos años tiene como forma de aprovechar
sobras de todo tipo y riqueza. Históricamente han servido y servirán como forma
de enmascarar ese alimento que el niño no se come de ninguna manera.
Probablemente la primera croqueta
era de patata, Alejandro Dumas en su crónica del viaje a España en 1846, las
menciona como parte del viaje. Las croquetas datan en su origen al cocinero
francés Antonin Cáreme, quien la hizo entrar en las cocinas nobles. Formando
parte del menú que sirvió, el 18 de enero de 1817 en un banquete para el
príncipe regente de Inglaterra y el Gran Duque Nicolás de Rusia.
La propia etimología (vamos el
origen de las palabra) CROQUETA es en si misma una receta de cómo deben de ser.
Su nombre se debe a la onomatopeya “corc” que imita al crujir de una croqueta
al morderla. La voz viene del Frances “croquette” diminutivo de “croquer” que
significa crujir, siendo esta la manera en la que debe quedar una croqueta por
fuera.
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